TOQUE DE QUEDA
Por: Luis Flores Ruales
El día anterior al 12 de octubre, a eso de las siete de la noche, Gabriela y yo regresamos a la casa donde nos esperaban nuestros dos hijos: Paulo y Martín, de 12 y 9 años y mi suegra Tatiana que estaba con nosotros en Quito sin poder regresar a Ibarra, a consecuencia del paro de los transportistas que inició el 02 de octubre 2019 en rechazo al anuncio del gobierno por la revisión de subsidios a los combustibles.
Estábamos algo cansados y afónicos, pero tranquilos de haber cumplido con la tarea militante. Esa tarde, participamos de una pequeña concentración en un barrio del sur de Quito. Junto a un grupo de jóvenes que portaban pancartas, gritamos consignas contra el gobierno de Moreno, que anunciaba las nuevas medidas económicas resultado de la firma del acuerdo de cooperación con el FMI, que condenaba a nuestro país a sufrir peores consecuencias que las de los años 80. Eran días convulsionados por las revueltas populares que se habían desatado en diferentes ciudades del país, pero que tenían mayor intensidad en Quito; ese Quito que antes de octubre permanecía apático y desganado, una ciudad adormilada, como cuando estás chuchaqui y te importa un bledo lo que pasa a tu alrededor. Así estaba Quito antes de octubre.
Amanecimos el 12/10/19 con las redes sociales mostrando imágenes que advertían que la crisis política iniciada nueve días antes se había profundizado: al estado de excepción se le sumaría un toque de queda, algo inédito desde el retorno de la democracia. Una vecina que nos llamó a primera hora al celular nos contaba sobre los rumores que la gente expresaba en la calle: que Moreno cae porque cae, que los indios están llegando por montón, que hay detenidos, heridos y hasta muertos. Nos recomendó abastecernos debido a que las pocas tiendas abiertas estaban quedando vacías.
La mayoría de vecinos conocían nuestra posición política, y aunque muchos no la compartían e incluso estaban en las antípodas, nos guardaban aprecio y más de una vez nos habían advertido de la presencia de patrulleros merodeando la urbanización o, mejor dicho, vigilando los movimientos que hacía Gabriela. Incluso, los mismos vecinos semanas atrás habían descubierto a unos agentes encapuchados, con cámara en mano, trepando el muro contiguo a nuestra casa, que al ser descubiertos se treparon al balde de un patrullero y salieron pitados, a pesar de la llamada al ecu 911 nunca justificaron su presencia. La misma mañana, un noticiero mostraba a Gabriela y otros dirigentes políticos como principales incitadores al paro y, por ende, a la desestabilización. Esa era la versión oficial del presidente Moreno y sus voceros. La familia entró en pánico.
Eran las nueve y media de la mañana de ese sábado y el sol brillaba en el cielo azul de Quito. El país estaba en juego y el objetivo era bajarse el paquetazo. No era el momento de una acción partidaria, las calles estaban tomadas por ciudadanos, mientras el Gobierno buscaba un preso, un muerto, algún culpable o chivo expiatorio que le sirviera para desviar la atención y enfriar las movilizaciones. Ante eso, Gabriela, Virgilio y Paola, junto a otros dirigentes, acordaron abstenerse de estar al frente de ningún plantón, para no “dar papaya” al régimen. Había que estar a buen resguardo, pues nos habían alertado que existiría una orden de detención para apresarlos infraganti. Desde la ruptura con el Gobierno de Moreno, el único movimiento político que se había enfrentado de manera directa al régimen era la Revolución Ciudadana, donde militamos. A la acción política se sumaron organizaciones sociales, estudiantes, indígenas, gremios de trabajadores, organizaciones de mujeres. Todos hartos del mal gobierno.
En nuestro caso, como familia, y especialmente Gabriela como dirigente, después de dos años de persecución y seguimiento extrajudicial por parte del gobierno, nos habíamos acostumbrado a ciertos hechos. Ya no era extraño, que cuando salíamos en nuestro carro, un Jeep rojo del ‘98, conduciendo hacia el trabajo o a retirar a nuestros hijos de la escuela, de pronto apareciera un auto con vidrios polarizados y sin placas dando seguimiento a lo que hacíamos, incluso nos seguían a lugares por demás cotidianos, a la tienda, al mercado, nos esperaban fuera de algún lugar de reunión, incluso una vez nos tomaron fotos mientras jugábamos fútbol en el parque La Carolina y la persecución aumentaba cada vez que la bancada de la Revolución Ciudadana hacia pronunciamientos en contra del Gobierno.
Es bastante obvio como visten los agentes de la DGI, muchos se delatan solos, el canguro en la cintura, su infaltable walkie talkie y sus Ray Ban. Con los celulares intervenidos y a pesar de no tener un “plan obscuro” en mente, ni nada por el estilo, en ocasiones nos dábamos modos para hablar en clave. Esos episodios que pasamos como familia, lo aguantamos desde el día que Moreno traicionó a la Revolución y al pueblo. Sin embargo, ahí estábamos, era cuestión de resistencia, y a esa realidad se suma que Gabriela es una mujer terca, ¡muy terca!
Cerca de las diez de la mañana, siguiendo los consejos de la vecina, Gabriela con nuestro hijo Martín se aprestaban a salir en el Jeep a comprar víveres para pasar el fin de semana en la casa. Al escuchar el motor del Jeep que demora en calentar de tres a cinco minutos, alcancé a llegar donde Gabriela, a pedirle que pase por la farmacia viendo mis pastillas, cuando Martín escuchó que había que pasar por uno y otro lado, prefirió quedarse en casa y me pidió que lo remplazara de copiloto. Gabriela con pijama y zapatillas, yo en pantalón calentador y camiseta; así salimos con la intención de volver pronto con provisiones. Pasamos una media hora de tienda en tienda, compramos pan, leche, huevos, carne, fuimos a la farmacia por mis pastillas y nos dimos tiempo para ir donde la casera que los sábados vende corvina, pargo y pescado fresco. Era notorio que en el ambiente de Quito pasaba algo, la gente en las tiendas compraba apurada lo que podía. ¡Día bueno para las ventas!, le dije a la señora del pescado. -No son días buenos para nadie, me contestó. -Véndame rápido que ya están cerrando las calles, dijo un señor que compraba una cabeza de bagre. No cabía duda, estábamos frente a una dictadura y ese Quito dormido había despertado.
Cuando quisimos volver, el tráfico estaba colapsado. Un taxista nos dice que minutos antes cerraron la vía y que había tremenda bronca entre “chapas” y manifestantes. Faltaban pocas cuadras para cruzar la Occidental y llegar a la casa, pero era imposible. El cielo azul de Quito era surcado por culebras de humo que se desprendían de las llantas que obstaculizaban el paso en las avenidas. Intentamos ir más al norte, pero la gente se había tomado las calles y quedaban pocos lugares transitables. Aunque los medios de comunicación daban a entender que los manifestantes eran indígenas y gente infiltrada de la Revolución Ciudadana que causaba desmanes, se podía ver claramente que a la manifestación se sumaron ciudadanos de pie, artistas populares y familias enteras que salían de sus casas para apoyar el paro. Había transcurrido más de una hora y, mientras Gabriela conducía, yo me comuniqué con mi suegra para que no esté preocupada y se invente algo para que desayunen con nuestros hijos.
A la una de tarde, prácticamente era imposible llegar a la casa. Entonces, Gabriela recibió una llamada de un ex colaborador suyo de cuando ejerció el cargo de Presidenta de la Asamblea Nacional -de quien por obvias razones omito su nombre-, le dijo: “el Presidente decretará toque de queda en todo el país, apague el celular y póngase a buen resguardo, van tras de usted”. Entendimos la dimensión del mensaje, en Toque de Queda, la inmunidad de Gabriela por ser asambleísta era letra muerta, peor con un gobierno que nos había estigmatizado como “zánganos” y culpaba a los “correístas” de todo lo que pasaba.
Con el tiempo acelerado, tratamos de buscar un lugar seguro, pero había policías en todas partes. Por ahí, hallamos un sitio aparentemente tranquilo, una calle con viejos edificios alrededor que terminaba en forma de cuchara. -Aquí estamos seguros -me dijo Gabriela- solo hay que encontrar una familia que nos acoja en su casa y listo. De la nada aparecieron dos señoras cincuentonas, cada una con su bolsa de compras, pero cuando me acerqué, escuché que se quejaban de “los manifestantes y los políticos”. “¡Ojalá metan presos a estos indios vagos!”, “¡estos venezolanos tienen la culpa!”, decían, al mismo tiempo que me regresaron a ver como persona extraña a su vecindario. No tuve más remedio que volver al Jeep y de inmediato salimos de ahí.
Eran ya las tres de la tarde, habían transcurrido cerca de seis horas desde que salimos de la casa y Gabriela conducía por callejones sin rumbo fijo, nuevamente llamé a mis hijos, mi suegra les había cocinado arroz con atún y estaban tranquilos. De repente, por la ventana del carro ingresó ese olor picante y nauseabundo propio de las bombas lacrimógenas, mientras al frente pasaba un trucutú y camiones del ejército. Esos fierros con llantas dan nervios a cualquiera. La gente corría de un lado a otro.
Tal como nos habían advertido en la llamada, escuchamos por la radio del Jeep el anuncio de toque de queda. Estábamos jodidos, casi acorralados y para colmo ya no me aguantaba las ganas de orinar, con cada movimiento brusco del Jeep me punzaba la vejiga y no hallábamos calle solitaria o árbol disponible. De a poco los manifestantes regresaban a guardarse en sus casas. Gabriela, presa de los nervios conducía rápido, en dos ocasiones nos metimos en contravía y quedaba menos de un cuarto de gasolina. Frenamos bruscamente. Gabriela se arriesgó a prender el celular y llamó a nuestro compañero Christian G., él conocía el sector, por tanto, era el único que nos podía salvar. Él nos pidió estar tranquilos y nos envió a encontrarnos con un tal “Gustavo”, un compa de su confianza, pero desconocido para nosotros.
No sé cómo, pero logramos llegar al Parque Inglés donde nos esperaba Gustavo, un joven alto, flaco, vestido de chef, montado en su bicicleta. Apenas distinguió nuestro carro, nos guió unas cuadras hasta llegar a su restaurante. Bajamos del Jeep y entramos a su local. Primero lo primero, tenía que vaciar mi vejiga y al hacerlo sentí alivio, aunque solo me desahogué a medias porque los nervios seguían retorciéndome las tripas. ¡Moríamos del hambre! Gustavo nos calentó el mejor caldo de gallina de Quito. Gustavo es de esas personas, como dice mi hijo Paulo, “de buena vibra”. Hablábamos de lo caótico que se había vuelto todo y lo hacíamos como si hubiésemos compartido con él una vida entera. Gabriela a medio terminar su caldo de gallina aprovechó para llamar a nuestros hijos desde el teléfono del restaurante. Mientras tanto, con Gustavo fuimos a dejar el Jeep donde una vecina a pocas cuadras, a ella se le explicó la urgencia de la situación. La vecina, una señora encantadora que esa tarde había repartido algo de comida a los manifestantes, nos hizo entrar por un portón y cubrió el Jeep con telas viejas y cobijas. Los huevos, el pescado, la leche y pan, le dejé a la señora que me aceptó tras mucho rogarle. Esa fue la última vez que le vi al Jeep. ¡Puta madre, nuestro jeep!
Regresamos al restaurante y Gabriela, que nos esperaba mirando por la ventana, intuyó que la última llamada que hicimos a Gustavo sería rastreada; con patrulleros merodeando el lugar y policías revisando las casas contiguas, sabíamos que teníamos que mudarnos. Pero con toque de queda encima, era complicado. Pensamos en algunas alternativas. Gustavo hizo algunas llamadas, pero había mucho riesgo. Además, supimos que uno de los objetivos de la ministra de Gobierno, María “Bala y Plomo” como fue apodada durante esa jornada, era ver a Gabriela y a otros dirigentes en la cárcel. Sin ninguna otra alternativa, la única posibilidad era acudir donde nos habían dicho meses atrás que teníamos las puertas abiertas. De inmediato Gabriela llamó a Daniel Tovar, un amigo entrañable que convivió con nosotros desde el 2013 y que regresó a su país México en el 2018, para ganar el gobierno con AMLO.
En la Embajada nos esperaban en cuarenta y cinco minutos. ¿Pero cómo llegar hasta ahí? La distancia entre el restaurante de Gustavo y la Embajada de México en Quito es de 6.8 kilómetros. Con las calles cerradas, la policía persiguiéndonos y en toque de queda, cualquier persona fuera de sus casas era sospechosa, un relajo todo. Gustavo propuso un ingenioso plan. De casa en casa conseguimos dos bicicletas y más la de Gustavo teníamos en que movilizarnos: a una tuvimos que inflarle la llanta con una bomba vieja que no sé de dónde salió. Nos camuflamos con cascos encima de gorras y nos cubrimos el rostro con pañuelos. Estábamos listos para pedalear. Lo que no alcanzamos a conseguir fue un pantalón y zapatos para Gabriela por lo que tuvo que pedalear en pijama y zapatillas.
Pasamos cerca de grupos de policías y militares, éramos una pequeña caravana de fugitivos de la dictadura de Moreno, sí, eso éramos, unos perseguidos políticos. Gustavo fue adelante como avanzada, se paraba en cada esquina y con uno de sus brazos nos hacía la señal de continuar o cambiar de ruta, le seguía Gabriela que pedaleaba sin regresar a ver, como alejándose de historias pasadas y al final yo, con la adrenalina encima y sudando pepas. A pocos metros y al grito de ¡llegamos! Fuimos recibidos por Ricardo, nuestro contacto de la Embajada. Estábamos dentro.
Aunque la gente en la Embajada era muy amable y nos daba seguridad, la nostalgia de no estar con los nuestros afuera era evidente, pero estábamos conscientes que la persecución del Gobierno no iba a parar. Ricardo Pérez, un joven agregado diplomático, junto a Eva Luna nos dieron indicaciones y nos entregaron algunas provisiones que habían traído de sus casas, junto con unas cobijas. Alrededor de las seis de la tarde, el gobierno de México anunció oficialmente que brindaba protección a Gabriela, mientras la televisión mostraba nuevamente sus rostros como culpables de la desestabilización. Nos percatamos que la batería de nuestros celulares estaba por colapsar cuando terminábamos la llamada a la familia contando lo que pasó en el día y pidiéndoles que estén tranquilos, ya estábamos en puerto seguro. El último mensaje de Gabriela fue a su amiga Giss Garzón para pedirle sacar el comunicado que explicaba las razones del ingreso a la Embajada.
Incomunicados, la primera noche en la Embajada no logramos dormir, al ruido incesante del cacerolazo, que desafió el toque de queda, se sumaron las bocinas de los carros que pasaban pitando como cuando gana la selección. La única ventana abierta era la del baño, por donde intenté llamar la atención del guardia del edificio de al frente para tener alguna información, pero la bulla hizo que no me escuche, la desesperación aumentaba. Permanecimos incomunicados día y medio, con la incertidumbre de no saber que pasaba fuera de las paredes de la Embajada, preocupados por los hijos, la familia y la situación del país.
A los dos días, en circunstancias parecidas, perseguidos por el gobierno y acorralados, cinco compañeros más ingresaron a la Embajada. A Soledad, Edwin, Carlos, Tania y Luis Fernando, los recibimos como se recibe a los camaradas de lucha y, desde ese momento, compañeros de exilio.
Desde la dictadura chilena, han pasado 37 años para que México conceda nuevamente asilo político, esta vez a siete ecuatorianos. El espacio que nos adecuaron fue el Centro Cultural, bonito y suficiente. Pasaban los días y aumentaba el número de muertos y desaparecidos, las cárceles saturadas de manifestantes, un país en caos y lo peor, cuando el gobierno estaba a punto de caer, algunos dirigentes indígenas en complicidad con los medios de comunicación, las cámaras de comercio y el ex alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, le salvaron a Moreno del desplome.
Nuestra casa fue allanada el lunes 14 de octubre por orden de una jueza cuyo nombre no recuerdo. Entraron de forma aparatosa a las cinco y media de la mañana despertando a los vecinos, la fiscal encargada del allanamiento con 25 policías del GIR y el GOE. Todo lo hicieron frente a nuestros hijos y mi suegra, desbarataron la casa dizque buscando pruebas contundentes para demostrar que éramos terroristas y desestabilizadores. Entre otras cosas, se llevaron cuadros, libros y afiches que a ellos les parecieron subversivos, álbumes de fotos y nuestros documentos de identidad, con esto el gobierno nos dejaba indocumentados, incluyendo los pasaportes de mis hijos. Esa misma madrugada, Paola Pabón y Christian González fueron apresados y sus casas allanadas; Virgilio Hernández, que había sido involucrado en la misma causa, buscó un lugar seguro, aunque un mes después, por decisión propia, se presentó ante el juzgado, siendo apresado de manera inmediata.
En el espacio del Centro Cultural de la Embajada de México, readecuado para nosotros, con literas y una televisión, convivimos los siete compañeros asilados por el lapso de tres meses, saliendo a caminar las mañanas por un corredor largo que daba a un patio, leyendo novelas y artículos políticos, hablando con la militancia para que no decaiga, aprendiendo a hacer papalotes y catrinas, con ese calor humano y apoyo de nuestros hijos, familiares y amigos que los días de visita nunca faltaban.
Soy Luis Flores Ruales, y una “selfie” tomada en uno de los días del paro fue la causante de que aparezca involucrado con orden de prisión en el caso de “Rebelión”. Han pasado tres meses y seguimos en la Embajada. A Paulo y a Martín los vemos los días de visita.