El año de la simulación y la impostura.
El jueves pasado el presidente Lenín Moreno en su Informe a la Nación exhibió, una vez más, la gastada fórmula con la que viene gestionando discursivamente su penosa gestión política y de gobierno. A un conjunto de frases hechas, con las que busca aparecer ante la opinión pública como un hombre bueno, incontaminado por la política -a la que describió “fea” como una suegra-, Moreno suma el acostumbrado repertorio de hits anticorreístas que robó oportunamente a la más recalcitrante oposición “bandera negra”, para satisfacción de sus nuevas bases sociales: las cámaras empresariales, la prensa monopólica y la vieja partidocracia.
Entretanto, asistimos a un año de desgobierno que, como lo dice el analista David Chávez, más que conducirnos al poscorreísmo parece empeñado en retrotraernos al precorreísmo: un país sometido a los caprichos de sus clases dirigentes, con políticos de papel que responden a intereses inconfesables y con instituciones rendidas a los poderes fácticos; un país que vuelve a subordinarse a la potencia imperial, en gestos y políticas, echando por tierra uno de los mejores legados de la geopolítica regional del campo progresista.
Sorprende, sin embargo, el aire despreocupado con el que Moreno bromea en su discurso con aquello de que “a los políticos y a los pañales hay que cambiarlos con frecuencia y por la misma razón”, en un país que precisamente había superado en diez años de Revolución Ciudadana una crónica inestabilidad política cuyas consecuencias más graves tuvieron que sufrir los sectores más empobrecidos de la sociedad.
Pero -ya lo sabemos- la única pasión que verdaderamente anima a su gobierno es la demolición del legado de la Revolución Ciudadana. Lo demás, la cháchara de pretensiones filosóficas de Moreno, está allí de relleno, y aunque ni sus aliados lo tomen muy en serio, ellos creen que -por ahora- su figura bonachona, de apariencia inofensiva, les es útil para volver simpática su empresa: la restauración del viejo país.
Si nos remontamos un año atrás, cuesta creer que la victoria, en febrero y abril de 2017, del candidato que prometía tomar el relevo y conducir una segunda etapa de la Revolución Ciudadana, acabara conduciéndonos a esta situación penosa en que actualmente nos encontramos como país.
Es triste y en ello, naturalmente, nos toca asumir una cuota de responsabilidad. Parafraseando a Roosevelt, o a Kissinger, según a quién se atribuya la frase original («Somoza may be a son of a bitch, but he’s our son of a bitch) nosotros podríamos afirmar que Moreno resultó ser un vendehúmo, “pero nuestro vendehúmo”. Lastimosamente, nuestra organización política no supo o no pudo ser lo suficientemente robusta como para postular otro liderazgo a la altura de los desafíos que entrañaba el relevo, y de ese modo evitar el giro conservador que se gestaba en torno del candidato o, al menos sostener un contrapeso más efectivo frente al mismo.
Como todo vendedor de humo, a Moreno la falsa modestia le brota por los poros y en cada uno de sus clichés. Y luego, tras rociar a su audiencia con las típicas frases anestésicas que lo caracterizan, apunta y dispara al corazón del proyecto político por el cual se postuló a la presidencia de la República.
Es de no creer, pero Moreno habla de la Revolución Ciudadana como sólo lo haría el peor de sus enemigos, como si la década pasada representara la peor experiencia política de la historia contemporánea nacional. Cualquiera que lo escuchase sin saber mucho de esa historia reciente creería que los ecuatorianos acabamos de salir de una guerra, que la Revolución Ciudadana dejó un país devastado, en ruinas.
¿Cómo no indignarse al escuchar de su boca palabras cuidadosamente escogidas para denigrar al proyecto político que lo postuló a la presidencia, palabras y frases hechas -todas, absolutamente todas- copiadas del guión de la más recalcitrante oposición anticorreísta?
A Moreno no le basta con haber roto con la Revolución Ciudadana, traicionando su programa y sus banderas. Necesita actuarlo y sobreactuarlo diariamente, como si eso fuera lo único que tiene para ofrecer al país. De hecho, esa parece ser la triste realidad de su gobierno y es así como lo valora la prensa anticorreísta, esa que se disfraza de “prensa independiente”: El principal logro de Moreno es, para esa prensa hegemónica, haber desplazado al correísmo de la conducción del país y haberse lanzado a la tarea de atacar y destruir el legado de la Revolución Ciudadana.
El año que ha pasado ha sido el año de la simulación, el gobierno de las imposturas desplegadas sin ningún pudor, la democracia herida, la voluntad popular burlada, el año del asedio y desmantelamiento de la institucionalidad democrática, de la arbitrariedad al servicio de los factores tradicionales de poder, que vuelven a gobernar sin que nadie los haya votado. Ha sido el año de la judicialización de la política al servicio de una persecución disfrazada de “cirugía anticorrupción”.
Y, aunque duela, hay que decirlo: ha sido también el año del cinismo y el oportunismo sin medida de muchos que se presentaban como “ala izquierda” de la Revolución Ciudadana y que, aún a sabiendas del carácter profundamente regresivo del gobierno de Moreno, han preferido callar o, peor aún, encolumnarse abiertamente con el giro conservador a cambio de mantener parcelas de poder.
No solo en nuestro país, en toda América Latina la derecha -y el gobierno de Moreno revista de manera resuelta y sin pudor en esa corriente- hace alarde de una falsa vocación de diálogo, que en el fondo se reduce a devolverle a las corporaciones tradicionales el carácter de interlocutoras privilegiadas del gobierno y en algunos casos hasta les otorga directamente el manejo de los asuntos que les conciernen: la nueva designación de ministro de Economía y los anuncios en materia fiscal de Moreno así lo atestiguan.
En toda la región, no sólo en Ecuador, la derecha canta loas al fin de los antagonismos, pero esconde con esa fórmula su carácter de vehículo de un abierto revanchismo de parte de los actores históricamente dominantes de la política y la economía nacional. Por esa razón, no debería sorprendernos que en cada uno de sus mensajes Moreno recite las mismas expresiones a pedir de boca de aquel anticorreísmo bandera negra que salió a las calles con preciso instinto de clase para exigir la salida del gobierno del presidente más popular de la historia del Ecuador.
La orientación antipopular y en favor de las corporaciones del poder económico, los pactos con los principales exponentes del “anticorreísmo” y las intenciones del gobierno de Moreno de desmantelar la obra y el espíritu de la Revolución Ciudadana estuvieron claras a poco de iniciado el nuevo gobierno. Desde este mismo espacio, y en muchísimos otros, denuncié la impostura y la traición al proyecto ganador en las urnas.
Hoy, al cabo de un año, la figura de Moreno se ha encogido dramática y precipitadamente. Su pequeñez queda en evidencia especialmente en ocasiones como ésta, el primer aniversario de su gobierno, cuando el contraste entre el estadista y el motivador “descorreizador” de autoayuda es inevitable. Con un capital político propio cada vez más reducido y dependiente de su alianza con la derecha, con un gobierno no sólo capitulador sino además incompetente, su anuncio solemne de que no se propone ser “el mejor presidente de la historia”, además de reflejar la falsa modestia que lo caracteriza, suena a estas alturas ridículo.
La buena noticia, en medio de la decadencia que estamos viviendo, es que el movimiento político más importante de la historia reciente y del presente de nuestro país, el movimiento que acoge orgullosamente el legado de la Revolución Ciudadana, está reorganizándose en todo el territorio nacional, con la activa participación de sus bases y una ciudadanía activamente comprometida con nuestras banderas históricas de justicia social y soberanía, para relanzar un proyecto político de izquierda, popular y progresista que le permita al pueblo ecuatoriano recuperar las riendas de su destino.