Intervención en Uniartes
Compañeras, compañeros,
Es indudable que el Ecuador del siglo XXI marcha hacia un sistema público de educación universitaria en beneficio del conjunto de las ecuatorianas y ecuatorianos.
La Revolución Ciudadana ha fundado cuatro universidades emblemáticas que serán clave del cambio y el desarrollo de todas nuestras potencialidades. ¡Porque tenemos por delante el desafío de generar conocimiento propio y dejar de ser meros consumidores de conocimiento y tecnología desarrollados por otros! ¡Porque tenemos el desafío de crear!
Mejorar nuestra formación académica, nuestras capacidades, nuestros talentos es el objetivo de estas nuevas universidades, de estos cuatro proyectos estratégicos que estamos construyendo en el campo de la educación superior: Yachay, la primera universidad de investigación científica y tecnológica; la Universidad Amazónica Ikiam, que tiene como meta generar conocimiento, investigación e información para desarrollar alternativas tecnológicas que puedan ser aplicadas sobre los recursos naturales de la región en forma responsable; la Universidad de la Educación, encargada de formar nuevas y nuevos docentes para alcanzar una educación inicial, general básica e intercultural bilingüe de mayor calidad; y esta maravillosa Universidad de las Artes que busca ser un eje de la creación y difusión artísticas.
Una mayor democratización de la educación, las ciencias y las artes, unida a los mejores niveles de calidad, es el desafío que tenemos por delante en bien de toda la sociedad ecuatoriana. La Revolución Ciudadana se despliega en todos los campos, y el campo de la educación es fundamental. ¡Este es el gobierno de la Revolución Educativa!
Todo proceso de liberación de los pueblos, de emancipación, de revolución, implica un desarrollo de las artes y la cultura. Es en el campo de la representación donde las sociedades dan cuenta de sus relaciones sociales, de la manera que ellas tienen de mirarse y de mirar el mundo, de inventarlo y reinventarlo.
Las artes así como las ciencias son los ámbitos del conocimiento humano que anteceden a los tiempos histórico-políticos y marcan muchas veces su devenir. No es extraño que la ciencia haya inspirado la literatura y mucho más al cine y viceversa, que muchos inventos soñados por el arte, al cabo de los siglos hayan sido una realidad posible por los avances científicos.
Todo conocimiento es la forma que tiene el ser humano de construir mundo; el lenguaje, el mito, el arte son consustanciales a la naturaleza humana. Somos animales simbólicos que construimos sentidos y con ello realidad, es ahí donde radica el carácter subversivo del arte. El Arte es un tipo especial de lenguaje que se nutre de la sensibilidad y la intuición.
Una sociedad que no desarrolla y promueve este lenguaje de la vida, de los colores, figuras, formas espaciales, armonías y melodías, es una sociedad pasmada en la repetición, la inercia, en suma, la inmovilidad. El arte como todo lenguaje simbólico, puede estar al servicio de la dominación o bien de la emancipación del ser humano y la sociedad.
Vemos con desasosiego cómo en las sociedades masivas de consumo, las formas artísticas del sistema se tornan en un pastiche cultural que instrumentaliza la enajenación y el consumo, toda vez que posiciona cánones de belleza, roles de género, etc., que nos llevan a una individualización en masa marcada por un franco proceso de aculturación en el cual pareciera que lo global borra la localidad y sus diferencias desde las tendencias homogeneizadoras de la ley del mercado.
Sin embargo, el arte como sistema simbólico tiene el poder social de la transformación de la mirada de nosotros mismos y de la configuración del mundo. Organiza la experiencia de la forma, de lo tangible, visible y audible, de manera similar a como la ciencia nos ofrece el orden en los conceptos, y la moral el orden en las acciones.
América latina está marcada por la conjunción de varias matrices culturales, la afro, la indígena, la hispánica, que confluyen a través de cruentos procesos de dominación económica, política y cultural. Podemos ver cómo la producción artística en América latina ha retratado la sincronía cultural entre estos mundos simbólicos distintos, muchas veces desde el discurso dominante, otras, desde la resistencia.
El arte en América latina siempre ha sido un punto sensible que pone de manifiesto los procesos de construcción de identidad. A los intereses imperialistas jamás les convino ninguna manifestación artística que fortaleciera la identidad latinoamericana frente a su cultura dominante.
Son los gobiernos revolucionarios que se plantean políticas públicas culturales, que fortalezcan y fomenten las identidades de nuestros pueblos y su libertad, no solo económica, sino ideológica, estética y valorativa de la realidad de nuestras nacionalidades y pueblos con toda su riqueza, su diversidad.
Esa barrera imaginaria entre el arte culto y el arte popular siempre fue un discurso para legitimar las manifestaciones de una cultura occidental dominante y su “pureza” de las formas frente a un arte popular “inculto”, que presupone la desfiguración de las formas “correctas” cuyo purismo expresa una ideología etno-céntrica. La construcción simbólica del otro para negarlo es una de las paradojas de los procesos de conquista en el continente.
La tensión social en nuestro continente latinoamericano, encuentra su conflicto central en la contradicción entre las formas de representación hegemónicas del poder y las no hegemónicas propias de las subalternidades. Estas formas de resistencia cuestionan los discursos de la modernidad occidentalista, neocolonial, androcéntrica y racionalista latinoamericana que se expresan en la conciencia de “esa cultura letrada” que históricamente fuera intérprete oficial y privilegiada de la historia sociocultural de nuestros incipientes y débiles estados nacionales.
Con el tráfico de mercancías entre América y Europa, también se tejía el tráfico de mitos, metáforas y fábulas, dando forma a esa construcción simbólica del otro. El Nuevo Mundo, entre comillas, fue ese caldo de cultivo en el cual de manera impredecible se gestaba una cultura nueva. Tomó siglos que esos hombres y mujeres fueran tomando conciencia de su particularidad y riqueza.
A principios del siglo XX, Brasil se declaró “antropófago cultural” incorporando la alteridad cultural. A través de la metáfora del comer, los brasileños proclamaron un canto de libertad cultural frente a las formas y maneras de la cultura europea, liberando alegóricamente una serie de elementos históricos, sociales y étnicos.
Poco a poco en todo el continente se ha dado este proceso de apropiación e integración de la diversidad en una cosmovisión distinta y particular con sus especificidades y tradiciones.
Los momentos de renovación política coinciden con los momentos de renovación cultural y artística.
El tejido narrativo cultural es como cualquier entramado orgánico, pero en este es en el cual continuamente leemos y escribimos y en el cual también somos leídos y escritos. En los procesos de renovación y transformación histórica de los pueblos, esta urdimbre orgánica de la cultura se ve enriquecida aún más, debido a que las interacciones sociales se transforman en sus estructuras.
Pensar esta doble condición de escribirnos y leernos, es abordar el dialogo de doble vía entre la cultura y la identidad: “La metáfora es el sueño del lenguaje y, como todos los sueños, su interpretación nos habla tanto del intérprete como de quien origina el sueño”, decía el filósofo y estudioso del lenguaje Donald Davidson.
Ya Vasconcelos lo sabía. Ese viejo precursor y promotor de la cultura y el arte pictórico en México de principios del siglo XX; fundador de la política cultural y educativa del Estado posrevolucionario, tuvo un papel central en la construcción de una identidad nacional a través de distintas representaciones y mitos en torno a la raza cósmica, alegorías donde se buscaba a la vez una nueva nación y una nueva humanidad.
Un legado que explora la afirmación identitaria en torno a la lengua y la raza como modos de disolver el estigma (racial, lingüístico, cultural, económico) asignado a nuestros pueblos por la ideología de los conquistadores.
Hoy nos vemos avocados a un contexto global de crisis de las identidades “universales” en el marco de los procesos de globalización y desterritorialización de la cultura y la consiguiente reconfiguración de las formas culturales que recuperan su viabilidad política aún vigente en nuestros tiempos.
Vasconcelos concebía la educación como enseñanza práctica y técnica, un medio para erradicar la explotación a los más débiles. Con las distancias del tiempo, nosotros, los ecuatorianos del siglo XXI, como proceso revolucionario, rescatamos el valor que tiene la educación, la técnica y el conocimiento; que en el arte supone apropiarnos de todos los lenguajes estéticos para construir sentidos, nuestros sentidos, nuestro lenguaje.
El legado en este sentido y la indagación artística son infinitos, Arguedas ya lo demostró en su exploración de la expresividad del quechua y el castellano y la profundización en la cultura indígena y mestiza del Perú. En la música tenemos múltiples ejemplos (el pasillo, el san juan, el yaraví, en nuestro país, y el huayno, la chacarera, la cumbia, el son, la tradición afrocaribeña, en el resto de Nuestra América), no se diga en las artes plásticas y escénicas.
La literatura latinoamericana es un eje vertebral de representación de los procesos históricos de explotación, mestizaje, hibridación y liberación de nuestros pueblos. En ella podemos ver las contradicciones de los estados neocoloniales de nuestra América. A menudo en nuestra literatura están registrados capítulos de emancipación y resistencia de los pueblos sometidos y su identidad latente, así como de saqueo y barbarie por parte de los intereses oligárquicos de las elites locales al servicio de las transnacionales del mercado mundial.
Para entender a la clase obrera ecuatoriana en el siglo XX, tan solo debemos comenzar por leer aquella novela “Las Cruces sobre el Agua” de Joaquín Gallegos Lara, que relata la masacre obrera del 15 de noviembre de 1922 perpetrada por la oligarquía guayaquileña, que tiñó de sangre las aguas del Guayas, sangre obrera de quienes reclamaban por mejores condiciones de vida.
Si observamos “La Edad de la Ira” de Oswaldo Guayasamín, podemos ver plasmado el sufrimiento de la marginación social y la dominación de la cual ha sido objeto el pueblo indígena en el Ecuador y América Latina.
Nuestro país tenía un déficit que hasta ahora parecía crónico en cuanto a centros de aprendizaje y formación superior en Artes para creadores, profesionales de la cultura y de la gestión cultural, así como también de los maestros de arte que requiere nuestro sistema educativo para una sociedad cada vez más libre y creativa; una sociedad del Sumak Kawsay. Pero así mismo es. Las revoluciones rompen las cadenas y superan las carencias que las oligarquías nos han querido hacer ver como fatales, crónicas, imposibles de cambiar. Las revoluciones nos abren posibilidades nuevas, oportunidades de realización y crecimiento.
Mientras en América Latina el arte es una herramienta de liberación, de resistencia, de afirmación de identidades, de resignificación del mundo incorporando todas las tradiciones que confluyen en nuestras tierras, por otra parte, el arte en muchos ámbitos de Occidente, dominados por la ley del mercado y el fetiche del consumo, se ha convertido en un instrumento del sentido banal y superficial de la cultura enajenante de masas.
En los países del primer mundo, el mercado del arte, como todo mercado, es especulativo y botín de un grupo, en este caso, de curadores y críticos, así como de artistas y coleccionistas movidos por el esnobismo del mercado. Es innegable que el imperio de las imágenes de los medios masivos ha provocado una pantalla ideológica que distorsiona el mundo y sus verdaderas contradicciones. Asimismo, es notoria la desconexión entre arte y sociedad bajo las leyes del mercado cuando este responde al marketing de ventas y deja de lado la tradición cultural y la crítica social.
Por ello es fundamental desarrollar no solo el pensamiento crítico, sino el arte crítico. La dialéctica del arte como crítica y de la crítica como arte. Si bien la relación entre el arte y la naturaleza es tan antigua como la cultura, es necesario poner énfasis en el arte como creación y conocimiento y menos en su aspecto imitativo. En este sentido, tenemos dos tareas urgentes del arte revolucionario que son: la educativa y la expresiva. En la dinámica de estas dos dimensiones, surge el sentido del arte crítico en la sociedad. La técnica, por su parte, juega un rol fundamental en la práctica del arte en tanto nos aporta un procedimiento ordenado y práctico, con el cual se materializa el sentido emocional del lenguaje artístico.
Es este lenguaje, el lenguaje artístico, el que encarna el espíritu de nuestras culturas, el torrente interno de nuestra conciencia y legado de todos los tiempos. Dar paso a ese torrente es revolucionar las artes y la cultura, liberarlas de la instrumentalización fetichista del mero tráfico de mercancías que se expresa en el ejercicio banal de reconocimiento, asimilación y legitimación del producto artístico considerado como obra de arte, asociado a la idea posicionada por el mercado como “buen gusto”.
No olvidemos que el arte también surgió como un medio de representación de la naturaleza, como herramienta ritual del pensamiento mágico-religioso y como elemento fundamental del desarrollo de la cultura y la civilización. En muchos momentos incluso como instrumento de poder ideológico y político; en épocas arcaicas fue todo: objeto útil, religión, estructuración del espacio social, urbe y vida cotidiana; en definitiva, en muchos momentos fue una construcción simbólica destinada a legitimar la ideología de los grupos dominantes de todas las sociedades, objeto suntuario como signo de estatus y, en la actualidad, una mercancía más en el contexto del capitalismo avanzado, incluso como la inversión más rentable para cualquier empresario o especulador de las tendencias del mercado.
No podemos tener un arte liberador sin promover el arte popular, en cuanto expresión de los grupos dominados y subordinados portadores de la tradición cultural de las mayorías. Solo así el arte crítico se torna movilizador, como ocurrió en el primer mundo con el romanticismo y el realismo y luego continuó con las vanguardias históricas (expresionismo, dadaísmo, surrealismo), el muralismo mexicano, etc. El arte se constituyó en una conciencia crítica a la modernidad occidental en sus distintas caras cuando fue influido por la filosofía y la tradición crítica del pensamiento.
En América latina la música fue una trinchera frente a los totalitarismos, la literatura denunció masacres, relató sociedades, creencias, personajes propios de nuestro pueblo, sus sueños, miedos y amores.
La pintura por su parte, nos lleva al origen para arrojarnos de regreso a través de las más diversas formas y caminos cromáticos. Toda la primera mitad del siglo XX América Latina fue un manantial inagotable de expresión pictórica que inundó el mundo. Bolívar Echeverría nos hablaba del Barroco latinoamericano; aquel filósofo marxista ecuatoriano que aportó enormemente a las ciencias sociales y a la reflexión estética, otorga en su obra a estas formas barrocas de nuestros pueblos un valor de resistencia cultural frente a la modernidad.
Rescatemos como sustancial la idea de un arte social, no panfletario, que incide, aporta y transforma la sociedad; el arte como actividad social tanto en las relaciones productivas como en las de ocio y distracción. Un arte público en sintonía con la sociedad, dirigido a la sociedad entera. Un arte que no sea consumido pasivamente, y que tenga un rol educativo también, con el objetivo de que el arte sea la expresión del pueblo y para el pueblo.
El artista es un ciudadano, trabajador de a pie común y corriente. Es un trabajador de la cultura y educador y no es un ser narcisista apartado de la sociedad. La vida como arte, el arte total debe apoderarse de la urbe, el planeta entero como el hábitat del ser humano, en el cual, la apuesta es un arte crítico que se articule como medio de liberación y no de enajenación y sometimiento social.
Quisiera terminar recordando a Bolívar Echeverría cuando cita al poeta peruano César Vallejo, en su ensayo “Arte y Utopía”; una cita muy apropiada para pensar el arte en nuestro continente: “… sin empadronar el espíritu en ninguna consigna política propia ni extraña, suscitar, no ya nuevos tonos políticos en la vida, sino nuevas cuerdas que den esos tonos.”
Con ustedes, con la creación de la Universidad de las Artes, estamos creando esas cuerdas de las que habla Vallejo, para que los tonos de la política y del arte estén del lado de los pueblos, de la emancipación, de la creatividad de nuestras identidades libres y altivas.